El aroma de los recuerdos
Hay aromas que abren puertas en la memoria. El del cempasúchil —intenso, solar, casi hipnótico— es uno de ellos. Basta con acercarse a un altar de Día de Muertos para que el aire se llene de ese perfume anaranjado que guía, según la tradición, a las almas que regresan del más allá.
Sin embargo, en los últimos años, algo ha cambiado. Aunque las flores siguen cubriendo los caminos y los panteones, muchas ya no son las mismas. Su color parece más brillante, sus pétalos más perfectos… pero su aroma, ese hilo invisible que unía la tierra con el recuerdo, se ha ido debilitando.
La flor del sol: un legado mesoamericano
El nombre “cempasúchil” proviene del náhuatl cempoalxóchitl, que significa “flor de veinte pétalos”. Los pueblos originarios de México la cultivaban mucho antes de la llegada de los españoles.
Era una flor sagrada para los mexicas, quienes la ofrecían a Tonatiuh, el dios del sol, como símbolo de vida, energía y renacimiento. También formaba parte de rituales dedicados a Mictlantecuhtli, señor del inframundo, como guía luminosa para las almas que emprendían su viaje.
Con la llegada del cristianismo, la tradición no desapareció: se transformó. El cempasúchil se adaptó al Día de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos, convirtiéndose en el puente simbólico entre los antiguos cultos y el nuevo sincretismo religioso.
Así, lo que antes era una flor solar se convirtió también en una flor del alma.
Un color que alumbra el camino de los muertos
Cada pétalo de cempasúchil guarda una pequeña chispa de sol. Por eso, los caminos de pétalos que se trazan desde la puerta hasta los altares representan el sendero de regreso para los difuntos.
En muchas comunidades rurales aún se conserva la creencia de que si el camino se rompe, el alma puede perderse, incapaz de encontrar su hogar terrenal.
El color naranja, además, tiene una carga simbólica poderosa: es el tono del fuego, del amanecer, del maíz maduro. Representa el ciclo natural de la vida y la muerte, un recordatorio de que todo lo que florece, tarde o temprano, se marchita, pero también de que todo puede volver a germinar.
Las flores que vinieron de lejos
En apariencia, el cempasúchil sigue reinando en los altares. Pero si observamos de cerca, descubriremos que muchas de las flores que hoy llenan los mercados mexicanos no nacieron en nuestras tierras.
Durante las últimas décadas, han llegado al país semillas híbridas procedentes de China. Estas variedades, cultivadas para resistir más tiempo y lucir colores más intensos, se han impuesto poco a poco sobre las especies nativas.
Son más fáciles de producir en masa, más uniformes y más atractivas a la vista. Sin embargo, carecen del aroma característico del cempasúchil mexicano.
Ese aroma que, según las abuelas, era el faro que guiaba a los muertos, se está extinguiendo sin que lo notemos.
El fenómeno no es exclusivo de México. La globalización del mercado de flores ha hecho que muchas especies locales pierdan terreno frente a variedades importadas. Pero en el caso del cempasúchil, el impacto va más allá de lo económico o botánico: es un golpe al corazón de nuestra identidad cultural.
La flor que nos mira desaparecer
En los campos de Puebla, Oaxaca o Michoacán, algunos campesinos aún cultivan las variedades criollas que heredaron de sus abuelos.
Son plantas más altas, de tonos menos uniformes y pétalos más desordenados. Pero cuando florecen, su fragancia llena el aire de una vida inconfundible.
Para ellos, seguir cultivando el cempasúchil original no es un negocio: es un acto de resistencia cultural.
Mientras tanto, los grandes viveros importan toneladas de semillas chinas cada año. Estas flores duran más en los floreros y soportan mejor el transporte, pero al hacerlo han desplazado la producción local y con ella, un conocimiento ancestral de cultivo, recolección y secado.
El resultado es una pérdida silenciosa: hemos cambiado la esencia por la apariencia, el perfume por la permanencia.
Un altar sin aroma
Piénsalo por un momento: si el Día de Muertos se caracteriza por su sinfonía de olores —el copal, el pan recién horneado, la caña, la mandarina—, ¿qué pasa cuando una de sus notas principales desaparece?
Un altar sin el aroma del cempasúchil es como una ofrenda sin memoria.
Puede lucir perfecta, llena de color y simetría, pero le falta alma. Y quizás ahí reside el verdadero peligro: que, sin darnos cuenta, estemos borrando el lenguaje sensorial con el que dialogamos con nuestros muertos.
Recuperar la flor del alma
No todo está perdido. En los últimos años, proyectos de agricultura comunitaria y universidades públicas han comenzado a rescatar las variedades nativas de cempasúchil, promoviendo su cultivo local y su comercialización justa.
Algunos programas incluso ofrecen semillas criollas gratuitas para que las familias las siembren en casa, en patios o huertos urbanos, y así reconecten con su herencia viva.
Cada flor criolla que brota es un pequeño acto de resistencia, un recordatorio de que la tradición no se hereda por decreto, sino por siembra.
Si queremos conservar la memoria de los que amamos, también debemos conservar las flores que los acompañan en su regreso.
Una lección que florece cada noviembre
El cempasúchil no solo nos enseña sobre la muerte, sino también sobre la vida. Nos recuerda que lo auténtico puede ser frágil, que la belleza no siempre está en lo uniforme y que la raíz más profunda es la que resiste el olvido.
Tal vez sea tiempo de mirar nuestras ofrendas con nuevos ojos y preguntarnos:
¿qué estamos ofreciendo a nuestros muertos, una flor viva o una imitación sin aroma?
Recuperar el cempasúchil mexicano es recuperar una parte de nosotros mismos.
Reflexión final
Cuando coloques tu altar este año, busca flores de origen local. Pregunta en el mercado de dónde vienen, quién las sembró, qué tierra las vio crecer.
Hazlo como un gesto de respeto hacia quienes se fueron, pero también hacia quienes aún cultivan la vida en la tierra.
Porque solo cuando volvamos a llenar el aire con el aroma del cempasúchil verdadero, podremos decir que seguimos honrando a nuestros muertos con el corazón.